martes, 12 de abril de 2011

En mi obra hasta el momento la percepción del lugar, el modelo a seguir son recuerdos, imágenes puramente subjetivas, para a través de ellas dar cuenta de mi lugar de origen, y de cómo éste, a pesar de los años y de 600 Km. de separación, sigue vivo en mí, formando parte de mi cotidianidad. De cómo un mismo lugar puede ser guardado en la memoria de mil formas diferentes, influenciado por la edad, el animo, el clima, la luz, etc. Es el hurgar en el pasado y como éste influye mi presente, el por qué el monte sigue en mi imaginario, cada vez más dominante, mostrándose de infinitas formas. Ninguna percepción es total, nadie puede captar la totalidad. Los recuerdos están cargados de las sensaciones y emociones del momento, y es así como esa imagen, ese lugar o suceso se plasma y perdura.

Habiendo crecido en un campo cerca de La Pampa, la naturaleza y sus elementos siempre estuvieron presentes en mi vida. Aprendí a distinguir el viento de lluvia de el que trae calor, que nube carga agua y cual piedra y arena, cuando salir a jugar y cuando quedar adentro….uno aprende a estar  siempre en sintonía con su alrededor. Pero desde que tengo memoria el monte que rodea “el casco”, un grupo casas y galpones, provoca una fascinación en mi. El monte es un conjunto de 5 hectáreas de sauces, acacias, álamos y eucaliptos, traspasado por dos caminos. Las sensaciones y la energías del lugar son fuertes y, en cierto grado, sobrecogedoras. Es un lugar viejo, con muchas historias y recuerdos. Para llegar al corazón del lugar uno atraviesa murallas de chinchillas y cardos, troncos caídos, pozos y chalas colgantes como enredaderas, para salir a un mar rubio de pastos punas con un membrillar en medio.
Desde niña hasta la actualidad, cada vez que puedo me interno en él, medito y me conecto con la energía del lugar, él cual se me presenta como una entidad, un ser que me permite ser parte de él, al menos mientras dure el sol. Veo al monte como un ser de energía, que cambia su forma y su ánimo, una entidad majestuosa y tolerante, pero a su vez peligrosa y en constante desafío. Durante las horas de luz uno se siente seguro y puede compenetrarse con el alrededor hasta ser capaz de captar hasta el mínimo detalle. El monte se convierte en lugar de meditación y reflección, de aislamiento de lo humano y contacto directo con la naturaleza. Pero cuando baja el sol, las formas cambian. Se empieza a percibir un cambio en el aire que nos alienta a abandonar lo desordenado y salvaje del monte, y volver a las zonas de orden humanizado. La misma sensación se da cuando hay tormenta, uno siente que el lugar vuelve a su estado puro y ya no es seguro estar ahí. Se pasa de ser visitante a intruso. Ese momento es el de mayor belleza para mi, una belleza sublime, que asusta y a la vez hipnotiza.
Esos cambios de “forma”, la captación del monte en todos sus estados, ha estado presente en mi obra. Desde niña hasta la actualidad su simbología se plasma de forma automática, y con cierto frenesí, al momento de, en palabras de Montoya, “imprimir una idea en la materia”. Me acompaña y me absorbe. Lo hice parte de mi, y por ello es el escenario donde mis pensamientos y sentimientos toman cuerpo y forma.

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